02 mayo, 2007

"Delicatae" o las escorts de la Antigua Roma.


La presencia de esclavos y esclavas en los hogares sería uno de los motivos de la libertad sexual con los que se relaciona el mundo romano. Esta presunta libertad sexual estaría íntimamente relacionada con el amplio desarrollo de la prostitución. Como en buena parte de las épocas históricas, en Roma las prostitutas tenían que llevar vestimentas diferentes, teñirse el cabello o llevar peluca amarilla e inscribirse en un registro municipal. No en balde, Catón el Viejo dice que "es bueno que los jóvenes poseídos por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres".

En el año 1 existe un registro con 32.000 prostitutas que estaban recogidas, habitualmente, en burdeles llamados lupanares, lugares con licencia municipal cercanos a los circos y anfiteatros o aquellos lugares donde el sexo era un complemento de la actividad principal: tabernas, baños o posadas.

Los distritos del Esquilino y el Circo Máximo tenían una mayor densidad de burdeles humildes mientras que los más elegantes se ubicaban en la cuarta región, habitualmente decorados con murales alusivos al sexo e identificados en la calle con un gran falo que era iluminado por la noche. Las prostitutas solían exhibir sus encantos en las afueras del prostíbulo y era habitual que en las puertas de las habitaciones existiera una lista de precios y de servicios.

Las prostitutas se dividían en diversas clases: las llamadas meretrices estaban registradas en las listas públicas mientras que las prostibulae ejercían su profesión donde podían, librándose del impuesto. Las delicatae eran las prostitutas de alta categoría, teniendo entre sus clientes a senadores, negociantes o generales.

Las famosae tenían la misma categoría pero pertenecían a la clase patricia, dedicándose a este oficio o por necesidades económicas o por placer. Entre ellas destaca la famosa Mesalina, Agripina la joven o Julia, la hija de Augusto.

Las conocidas como ambulatarae recibían ese nombre por trabajar en la calle o en el circo mientras que las lupae trabajaban en los bosques cercanos a la ciudad y las bustuariae en los cementerios.

El lugar favorito para las relaciones sexuales eran los baños, ofreciendo sus servicios tanto hombres como mujeres; incluso conocemos la existencia de algunos prostíbulos frecuentados por mujeres de la clase elevada donde podían utilizar los servicios de apuestos jóvenes.

Había leyes regulando la prostitución, como por ejemplo la ordenanza de Opio, que se refiere a la indumentaria y al exceso de adornos de las meretrices callejeras. Los vástagos de familias patricias embebieron variopintas lecciones de voluptuosidad mientras luchaban con los ejércitos de Roma en Grecia y Asia Menor. Allí aprendieron a despilfarrar sus riquezas en las refinadas artes de las prostitutas de escuela de aquellas tierras (similares en encanto y habilidades a las geishas japonesas del Medioevo). En su retorno a Roma volvieron a toparse con las reglas fijadas por el talento nativo más rudo y menos sofisticado; así que no les quedó más remedio que importar despabilados prostitutos de ambos sexos de Grecia y Siria, sobre todo. Así nacieron por todo el Imperio casas y burdeles donde la prostitución se tornaba arte a cambio de suculentos denarios.

Eso sí, siempre quedaba, para los pobres, el producto nacional a pie de calle, más barato, apto también para paladares exigentes afectados de racanería. Las prostitutas clandestinas tenían el apoyo de políticos y ciudadanos prominentes. Las rentas de un burdel se consideraban una fuente legítima de ingresos, y tampoco había multa alguna fijada para la prostitución en general.

Termas y prostíbulos de la antigua Roma.

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